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El secreto mundo de las comedoras compulsivas

Son mayoritariamente mujeres. Atacan el refrigerador y, sin parar, comen dulces, chocolates, pizzas, y todo aquello que además han escondido en sus piezas. Sufren de un trastorno alimentario que ya cuenta con asociaciones de apoyo en internet y centros de ayuda en clínicas privadas.   

Por María Paz Cuevas. 

Fotografía: Tomás Fernández.

Estaba en primero básico cuando uno de sus compañeros le preguntó: "Tyare, ¿por qué tú y tu mamá son gordas?". Cuando regresó a casa y le hizo la misma pregunta a su mamá, ella se puso a llorar desconsoladamente. Hasta ese momento, todo en casa de Tyare Arenas (21) era comida. Su abuela y su madre, con quienes vivía, cocinaban exquisito y todo lo celebraban con grandes banquetes. "Me consentían con platos enormes. Cuando mi mamá me iba a buscar al colegio nos íbamos a comer completos, empanadas. Siempre me repetía los platos. En mi casa hacían albóndigas, milanesas, pastas, arroz, tortas, flanes. Mi mamá siempre llamaba del trabajo para saber qué queríamos comer en la noche. Toda nuestra vida giraba en torno a la comida. Expresábamos el cariño a través de ella".

Pero cuando su madre se enteró que a su hija la molestaban por sobrepeso en el colegio, decidió cambiar la dieta. Llevó a su hija a una nutricionista, redujo las porciones de los platos, eliminó las golosinas de la casa, escondió el pan y les prohibió a las tías del quiosco del colegio que le vendieran dulces. "Pero yo siempre me las ingeniaba. Le pedía a otra compañera que me comprara chocolates, juntaba plata y me comía un completo después del colegio, siempre que me subía a una micro me compraba dulces".

Cuando estaba en educación media, Tyare ya era una experta en arreglárselas para comer. Se preparaba ollas de tallarines para ella sola en la noche, comía galletas, pan, empanadas a escondidas. Llegó a comer tres paquetes de galletas y media torta de un solo tirón. Mientras estudiaba en la universidad en Argentina, una noche, cuando se comió dos completos después de haber almorzado y cenado, se dio cuenta de que había tocado fondo. "Me decía a mí misma, por qué lo hago si engordo más. Pero no me detenía".

Tyare Arenas era comedora compulsiva, un trastorno de la conducta alimentaria de origen psicológico, como la bulimia y la anorexia, que se caracteriza por comer generalmente carbohidratos, azúcares y grasas de manera descontrolada y que se conoce también como síndrome del atracón.

Aunque en Chile no hay estadísticas al respecto, en Estados Unidos calculan que más del 30% de los pacientes con obesidad sufre este mal. Hay comedores compulsivos que lo son por desajustes hormonales, pero la mayoría son comedores compulsivos emocionales. "Comen porque calman su angustia, pena y frustraciones con la comida. Comen sin hambre, buscando llenar carencias afectivas", explica la nutrióloga Carolina Wittwer. "Los pacientes aprenden a manejar las emociones a través de la comida: cuando están enojadas, comen. Cuando están contentas, celebran comiendo. Cuando están tristes, comen para aminorar la angustia", explica la psicóloga del Centro Aida, especialista en trastornos alimentarios, Daniela Gómez.

Los profesionales concuerdan que son las mujeres quienes más sufren con este trastorno, especialmente por el aumento de peso. "Los hombres son más racionales. Les puedes decir que están gordos o que están comiendo mucho y ellos lo escuchan. Pero las mujeres se toman esos comentarios como una agresión personal, se ofenden, es algo que ataca su autoestima", explica la doctora Wittwer.

Además, mientras los hombres se convierten en comedores compulsivos -generalmente por estrés y motivos laborales-, las mujeres se vuelcan a la comida mayoritariamente por carencias afectivas. A Marcela le pasó así: comía sin control desde los 14 años. Empezó después de hacer una dieta tan estricta que la dejó con un principio de anorexia, menos de 40 kilos y con el pelo cayéndose a mechones. Desde entonces, sus padres la llevaron a nutricionistas que vigilaban su alimentación con dietas saludables. Pero después de cumplirlas, Marcela se pegaba unos atracones de comida que la hacían subir y bajar hasta 10 kilos en un mes. Pero sólo llegó a comer cantidades exuberantes cuando el estrés del estudio para el examen de grado coincidió con una serie de problemas familiares.

A Bárbara (30) se le gatilló el trastorno a los diez años, cuando en su casa descubrieron que su padre tenía hijos fuera del matrimonio y su madre sufría cuando él no llegaba los fines de semana al hogar. "Ahí me refugié en la comida para sanar el dolor que sentía", recuerda.

Cuando llegaba del colegio, almorzaba por segunda vez, veía tele y picoteaba lo que encontrara en el refrigerador, sacaba panes, queques, frutas, lo que hubiera. De grande, empezó a comprar dulces, chocolates y galletas en el supermercado antes de llegar a su casa. "En la noche, me las tragaba. Porque no las disfrutaba, a veces ni siquiera sentía el sabor de las cosas. Pasaban por la garganta y no distinguía si eran cosas ricas o malas. Sabía que tenía que cuidarme, pero ya no podía parar".

La comida como droga

Marcela (25) nunca comió tanto como ese día de mediados de 2009. Mientras estaba sola y estudiaba para dar su examen de grado como socióloga, tomó desayuno -leche, un par de panes y dulces-, pidió una pizza familiar con palitos de ajo para el almuerzo, cuchareó una cassatta de helados durante la tarde y en la noche se devoró una lasaña. Después del desbande, Marcela se sintió tan mal, que terminó vomitando.

Pocas semanas más tarde, mientras celebraban el 18 de septiembre con su familia, su madre le dijo: "Marcela, tienes que parar de comer. Te estás matando".

Marcela no le había tomado el peso a su compulsión por la comida. No le iba mal con los hombres y cuando se miraba en el espejo se sentía linda, a pesar de su sobrepeso. Pero para dejar tranquila a su mamá, le prometió que después de las fiestas irían al Centro de Obesidad de la Universidad Católica.

Sin embargo, cuando fue un par de días más tarde, Marcela quedó choqueada. El médico no sólo le informó que pesaba 110 kilos con su metro 58 de estatura, sino que también le dijo que la mejor solución que se le ofrecía era hacerse una manga gástrica porque ya era una obesa mórbida. "Casi me morí. En mi cabeza, yo pesaba 80 kilos, nunca pensé que estaba en los tres dígitos. Cuando el doctor me habló de operación, quedé para adentro. Mi papá es doctor y siempre hablaba de los gorditos que llegaban bypasseados al hospital y de las complicaciones que tenía la cirugía", cuenta. De regreso a su casa, ni ella ni su madre dijeron una sola palabra: en la consulta del doctor, también la diagnosticaron como comedora compulsiva.

El 2006, Angélica (33) llegó a la desesperación. Llevaba más de diez años siendo bulímica y comedora compulsiva y se sentía llevando una doble vida. Desde que tenía 14 años, se pegaba atracones de comida y vomitaba. Desde esa edad había desfilado ante un puñado de médicos que no la habían ayudado a superar su enfermedad. Y Angélica, a pesar de que trabajaba y funcionaba en el mundo normalmente, había llegado al límite de gastar hasta 50 mil pesos en comida en un solo día. "Podía pedir dos pizzas familiares y comérmelas al hilo. Vomitaba y después pedía sushi, compraba tortas en el supermercado y volvía a vomitar. Comer era una forma de evadir las emociones y vomitar, mi manera de liberar la ansiedad. Me sentía igual que un alcohólico. Se me había salido de las manos". Entonces su psiquiatra le preguntó si no habría algún grupo de comedores compulsivos anónimos al que pudiera unirse. Angélica buscó en internet y dio con CCA Chile (Comedores Compulsivos Anónimos), vio que se reunían todos los martes de siete a ocho de la tarde en Presidente Errázuriz 3838 y partió a la reunión. Ahí se encontró con otros comedores compulsivos que compartían experiencias y testimonios, se apoyaban mutuamente en períodos de crisis, leían literatura sobre el tema, escribían lo que les estaba sucediendo y además, seguían la Guía de los Doce Pasos que utilizan en Alcohólicos Anónimos para superar la adicción a la comida.

Por primera vez, Daniela no se sintió sola. "Escuchar a otras personas que pasaron por lo mismo y se recuperaron me dio esperanza. Pude hablar con pares y me di cuenta de que no estaba loca".

El grupo de comedores compulsivos en Chile tiene sus homólogos en varios países del mundo y foros en internet donde anónimamente los comedores compulsivos cuentan su día a día. Ahí se pueden leer testimonios desgarradores, todos firmados con un nombre y un posterior CC (Comedor Compulsivo). "Estaba de maravilla en mi abstinencia, pero hoy mi marido me dijo que tiene una reunión de amigos y entré en pánico porque quiere que lo acompañe y no me siento preparada. Me di un gran atracón de chocolates y todo lo que encontré. Ahora me siento culpable y le tengo terror a esa reunión". "Pasé cuatro días muy mal, dándome atracones sin poder parar, sin salir de mi casa. Tengo mucha angustia, me preocupa el futuro y me castigo con el pasado". "Me siento muy sola. Algunos familiares saben que tengo un "problema" con la comida, pero ellos lo ven como un capricho, incluso mi madre", escriben ahí mayoritariamente mujeres. Muchos se despiden con la frase "Feliz día de abstinencia".

Los comedores compulsivos se asumen a sí mismos y se tratan entre sí como adictos, aunque, en rigor, ser comedor compulsivo no es una adicción. "No se puede considerar una adicción algo que necesitas en el día a día. Tú no necesitas alcohol para vivir, pero sí necesitas comida. Una familia puede desaparecer el trago de su casa, no así el alimento", explica la especialista Daniela Gómez. Sin embargo, el círculo vicioso existe. Así lo explica la psicóloga Patricia Lecaros, del Centro de Obesidad de la Universidad Católica: "La comida les da placer y culpa. Cuando se sienten mal, comen y se sienten mejor instantáneamente. Pero después viene un rebote de un montón de emociones negativas. Al final de cuentas, el malestar es más grande que el bienestar. Por eso el comedor compulsivo generalmente come en solitario y de noche, escondido de los demás. Algunos llegan incluso a esconder cosas en la logia, en la bodega, el clóset. Se proveen para la noche".

El último bocado

"En el día sólo comía cosas light. Llevaba manzanas y yogur dietético porque quería que los demás vieran cuidándome, pero después llegaba a mi casa y había pancito, queques, de todo y yo comía sin que nadie me viera", recuerda Tyare Arenas de sus primeros años en la Universidad en Viña del Mar. Tyare tenía amigos, iba a fiestas, era sociable. Pero de a poco empezó a evadir ciertos eventos: en veranos, para no tener que ir a la playa con sus amigas y nadie la viera en traje de baño, conseguía trabajos durante enero y febrero. Aunque siempre ha vivido en la costa, jamás se ha metido al mar. "Es que le tengo alergia a la arena", se excusaba. "Pero puertas adentro, me deprimía, me sentía poca cosa, no quería que nadie me viera. Cuando mis amigas iban a probarse ropa, también les mentía para no ir. Y cuando conocía gente nueva, no comía frente de ellos", cuenta. La psicóloga Daniela Gómez explica: "Cuando están con gente, los comedores compulsivos siempre están pendientes de si se les pasa la mano, se sienten observados y evaluados y pierden el control. Hay muchos pacientes que dejan de ir al colegio o a la universidad para que nadie los vea".

Tyare ya había buscado soluciones para su problema. Desde hacía mucho tiempo, iba al psicólogo y había pasado por varios nutricionistas, pero quería una salida más radical. Pero la operación de bypass gástrico le resultaba demasiado cara. Hasta que un día de comienzos de este año, buscando información sobre la cirugía en internet, dio con el grupo de Facebook Empezando una Nueva Vida, donde más de mil chilenos comparten experiencias pre y postoperatorias, se dan ánimo, intercambian testimonios y cuentan su evolución después de la cirugía. "Esa página fue mi salvación. Leía los comentarios, aunque no me atrevía a postear. Y ahí me sentí menos sola". También ahí dio con el dato de un médico en Santiago que hacía esta operación y pidió hora. Ahora Tyare lleva un poco más de dos meses con un bypass gástrico y ya ha bajado más de veinte kilos.

Después del terremoto, Bárbara también tomó conciencia de su enfermedad y recurrió a especialistas. Hace un mes y medio le realizaron un bypass gástrico. Ahora ya volvió a su trabajo como contadora en una empresa y durante el día mantiene su estricta dieta de comer cuatro veces al día en bajas cantidades. "Pero el fin de semana pasado me sucedió que me puse a ver una película, me paré y abrí el refrigerador al menos cuatro veces, como un acto reflejo. Esta es una enfermedad en la que tienes que luchar siempre contra ti misma", dice.

En el Centro de Obesidad de la Universidad Católica, Marcela empezó en octubre de 2009 un tratamiento integral con psiquiatra, psicólogo, nutricionista y cirujano. La solución debe ser multidisciplinaria para este trastorno, concluyen los especialistas. "Los pacientes se recuperan y tienen súper buena respuesta, pero el tratamiento debe ser integral, con psiquiatra, nutricionista, psicólogo e incluso preparador físico en ciertos casos. Y no puede ser menos de seis meses. Porque la vulnerabilidad va a estar siempre y por eso hay que hacer seguimientos. Hay que ver bien el origen de la compulsión porque a veces puedes curar la obesidad, pero no la compulsión, como en el caso de una paciente operada que me contaba que, desde que no puede comer, compra compulsivamente", afirma la psicóloga Patricia Lecaros.

A Marcela la operaron en enero de este año y ha bajado ya 55 kilos. Cambió drásticamente sus hábitos alimentarios, practica spinning y aún está en terapia psicológica. Pero sabe que la batalla no está ganada todavía. "Me considero una enferma, esto es una lucha constante. La comida es una adicción, yo la asociaba con relajo, placer, algo que me iba a calmar la ansiedad. Ahora tengo una relación de respeto con la comida y he aprendido a cuidar mi cuerpo", cuenta.

 "No se puede considerar una adicción algo que necesitas en el día a día. Tú no necesitas alcohol para vivir, pero sí comida. Una familia puede hacer desaparecer el trago de su casa, no así el alimento", explica la especialista Daniela Gómez.

 

Publicado el 02/11/2010

Fuente: Revista Ya-El Mercurio